
Waiheke Island, la isla de los argentinos
Les compartimos otro texto de Lucía (@marialuciathomas), acerca de una experiencia que tuvo en Nueva Zelanda. Pueden leer su otro texto acá.
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Mi experiencia en Waiheke Island, la isla de los argentinos:
Volviendo a donde alguna vez me encontré

Como ya comenté en una nota anterior, en 2014, viajé a Nueva Zelanda luego de siete años de haberla pisado por primera vez. El vuelo fue el 25 de diciembre (los pasajes son más baratos en esas fechas extraordinarias; dato). Vino toda la familia a despedirme al aeropuerto. Muchos ojos, mucha expectativa. Ahí empezaron las primeras cabezas contra la pared.
Necesito visa?
Tenía tres escalas antes de llegar a Nueva Zelanda: Brasil, Dubai, y Australia. Cuarenta y dos horas de vuelo en total; una eternidad. Y para que entiendan lo que sigue les cuento: cuando las horas de espera en transbordo son muchas (si no me confundo más de 8), dependiendo el país, se tramita una visa provisoria. En mi caso, yo tenía solo cinco horas en cada destino, así que estaba re tranquila. O lo estuve por un rato. Cuando me acerqué al mostrador, la muchacha de la aerolínea me preguntó si tenía la visa para Australia. ¡YO NO IBA A AUSTRALIA! Claro, hablaba de esa visa, la que yo no había sacado por no necesitarla. Me dijo que de no tenerla no podría viajar. ¿Qué había pasado? ¿Habían cambiado la reglamentación y no me había enterado? Mis cachetes explotaron en llamas y mis ojos escupieron lagrimas por los aires. Miré a mi papá (él pudiendo hilvanar las palabras más que yo), y vino con su capa de superhéroe a mi salvación. Leyó el pasaje con paz y armonía, y le comentó a la muchacha que las horas de transbordo eran solo cinco y que no era posible que me pidieran visa (¡no señor!). La muchacha, se disculpó como pudo (había sumado mal), me tramitó los pasajes y mi corazón volvió a su lugar. Ya estaba lista para morir de nervios por otras cosas.
Llegué Auckland, ¿Y ahora qué?
A penas llegué a Nueva Zelanda pasé un par de semanas en Auckland -la ciudad con mayor cantidad de habitantes del país. Esos días, recuerdo, fueron los únicos días que cumplí muy bien mi rol de turista. Poco pensé en qué iba a hacer de mi vida después. Así que, me relajé. Recorrí la capital, compré boludeces, visité parques, compré más boludeces, subí pequeños cerros y salí a correr. También compré algunas boludeces más.
Una isla en la ciudad

En pocos días, me hice amiga de una argentina que me había cruzado haciéndome los estudios médicos para viajar –los que te piden en la working holiday visa-. Seguimos visitando lugares juntas, cual culo y calzón. Un día de tantos, decidimos que nos iríamos a Waiheke, esa isla que está a treinta minutos en ferry desde la ciudad de Auckland. Nos quedaríamos unas semanitas, a ver qué onda no más. Cuando llegamos, nos desayunamos que casi todos los hostels de Oneroa- la región de Waiheke más cercana al puerto- estaban repletos. Caminamos kilómetros. Por las colinas, por las playas, en subida, en bajada; todo con las valijas a cuestas (error valija y no mochila; dato). Transpiramos que ni les cuento.
Conociendo “El bioshelter”

En una de las paradas, nos comentaron de la existencia de una suerte de hostel/casa hippie que renovaba gente seguido. Quizás tenían algo de lugar. ¡Bingo! “El bioshelter” lo llamaban. Así que nos fuimos para allá. Nos atendió un hombre flaco, de pelo largo, sin remera ni calzado; el dueño. Nos dijo que volviésemos a la tarde que uno de los chicos se iba ese día. Bárbaro. Dejamos las valijas, nos fuimos a recorrer un poco más la isla (ahora más livianas de equipaje, y de peso, por lo que ya habíamos transpirado), y cuando volvimos… ¡Bingo x2! Había espacio.
Nos mostró nuestra habitación; un entrepiso de 2×2 pegado al techo donde había 2 colchones tirados sobre un par de tablones de madera. Las sabanas, de hace mínimo 20 años; limpias, al menos. Dejamos las valijas apretadas contra un rincón, y bajamos a hacer un recorrido general del refugio.
La cocina, bien rudimentaria pero práctica.
Mesada y armarios de madera; tachos para separar orgánico de reciclable; utensillos de cocina del “año del ñaupa”; y una heladera a punto de estallar. “Cada uno compra su comida, la etiqueta, y se asegura que no se pudra.” Esas fueron las instrucciones de Don Hippie. Podíamos usar cualquier taza, plato o utensillo… O quizás no. Las tazas ya se las habían repartido, claro. Y no fuese cosa que se nos armara la hecatombe por agarrar la de otro. Así que decidimos preguntar cada vez que usábamos algo.
El living; otra “hippeada”
a todo terreno. Almohadones en el piso, sillones de piedra y madera, alfombras chicas que parecían traídas del sudeste. De los baños ni les cuento (no querrían seguir leyendo, les aseguro). Lo único que les voy a decir es que el agua de la ducha era de lluvia. Imagínense ustedes el resto.
En fin, un lugar exquisito, simplemente exquisito.
Hora de conocer a los compañeros de casa
Valijas arriba, casa recorrida. Queríamos conocer a los compañeros.
Con los días lo fuimos haciendo. Córdoba en su máxima expresión. No sé qué onda la de “el bioshelter”, pero, de 9 integrantes-incluyéndonos a nosotras- 5 o 6 eran cordobeses. Esa tonadita entonada que te daban ganas de ponerte a tomar unos mates, sacar la guitarra, y sentarte al lado de un fogón a bailar un folklore de esos que aprendías en el colegio. O quizás no. Porque en el mío no lo hacíamos.
Pasaron días y noches, pasaron experiencias, cosas nuevas, pasaron cosas. Y la espalda me gritó. Me dolía el cuello, la cintura, la cadera. Me dolía todo. Había envejecido diez años en una semana. Recuerdo decirle a mi amiga, “está todo bonito con el paraíso verde, pero necesito una cama de las reales con urgencia, un baño y un trabajo.”
Creo que necesito un trabajo
Asique salimos en busca de eso. Primero el trabajo. Una vez más, nos pusimos a caminar por las colinas; agotadoras (eso sí, sacamos lindas piernas). Pasamos por viñedos y restaurantes, dejamos cvs, hicimos una changuita embolsando elementos de construcción (ahí sacamos brazos, lagrimas, sudor y más dolor). Y, finalmente, cuando menos lo esperaba, llegó un llamado del mundo que está del otro lado. No, no el de los muertos. Sino del mundo civilizado que había quedado en Auckland. Era una entrevista, para trabajar en el zoológico de Auckland. Miré al cielo y dije, “gracias cielo”.
Esa noche le conté a mi amiga que me iba. Se enojó, un poco, después ya no.
De vuelta a Auckland

Entonces me tocó irme, hacia otros lados, y me costó. La familia cordobesa quedó atrás, el paraíso verde quedó atrás, y mi amiga, en ese entonces hermana, bueno… también quedó atrás. No extrañaría la cama, eso no. Pero si todo lo otro. Uno se termina acostumbrando y hasta encariñando muy fácil de viaje.
¿Y acaso no se trata de eso? ¿No se trata de abrir la mente y aflojar el cuerpo? ¿No se trata de amoldarse, flexibilizarse, conocer nuevas personas y lugares sin tantos peros?
En definitiva; una experiencia memorable, entrañable y distinta. Y si les preguntan a los argentinos que pasaron por Waiheke si alguna vez se hospedaron en “el bioshelter”, van a ver que la mayoría de las respuestas van a ser un sí.

Lucía también escribe para un portal de Nueva Zelanda llamado Latidos magazine. Pueden seguirlos en Instagram @latidos.magazine.

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